Castro Celta

El Raso
Poblado fortificado en lo alto de un cerro.
Civilización Edad de hierro
Tipo de yacimiento Castro
Data de Siglo III- II a. C. - Edad del Hierro.
Lugar Desde Candeleda tomar la C-501 hasta el desvio que lleva hasta la localidad de El Raso y emprender el camino que sube desde la plaza del pueblo siempre a la derecha, y después de unos 2 km. se llega al Castro.
Categoría lugar Zona arqueológica
Visita Visitable
Fecha declaración 07/04/1994
Observaciones
Castro El Raso
HISTORIA:

En El Raso de Candeleda (Ávila), al pie de la Sierra de Gredos por su vertiente meridional, se ubica uno de los más importantes yacimientos célticos de toda la Península Ibérica, dentro de lo que fuera en su día territorio indígena de los vettones. En su conjunto podemos integrarlo dentro de la II Edad del Hierro de la Meseta de Castilla, entre los siglos VI y I a. C.

Las excavaciones llevadas a cabo en el yacimiento desde 1970, nos han permitido conocer la existencia de un enorme poblado prerromano, indicios de otro poblado anterior, una extensa necrópolis y un pequeño santuario.

El origen del yacimiento podríamos ponerlo a finales del s. VI o principios del V a.C. Es entonces cuando se establecen de manera permanente en estas tierras de la Meseta unas gentes cuyos antepasados podemos asegurar que procedían de Centroeuropea. De allí pudieron haber salido un par de siglos antes, en un lento caminar hacia el Oeste, en busca de mejores tierras para sus cultivos y ganados.


Son grupos de gentes que se mueven muy despacio, con sus familias y enseres.
Van siguiendo sobre todo el curso de los ríos más importantes, a cuyas orillas fundan núcleos de población que acabaron siendo ciudades. Algunos se establecen en lo que hoy es El Raso.

No eran los primeros en hacerlo. Con anterioridad habían andado por allí grupos de gente del Cobre y de finales de la Edad del Bronce, como evidencia el hallazgo de algunas hachas de piedra pulimentadas, las piedras de molino barquiformes, las típicas puntas de lanza, las pinturas rupestres esquemáticas de un abrigo próximo y otros hallazgos aislados. Pero su presencia debió de tener un carácter puramente esporádico o estacional.

Las gentes de origen céltico que llegan ahora, se establecen de modo definitivo. Y viven allí, tranquilamente, alrededor de dos siglos. Poco después de mediados del III a.C., el poblado, sin embargo, es destruido. La potente capa de cenizas que cubre los muros de sus cabañas más antiguas, nos indica que me incendiado, seguramente por Aníbal, que preparaba por aquellos años su ataque contra Roma. Las gentes huyen y buscan refugio
al pie de la sierra, en las colinas inmediatas.

El poblado que allí levantan ocupa no solo la suave colina de la que llaman Cabeza de la Laguna, sino que asciende por la ladera inmediata, hasta las alturas de El Castillo, potente fortificación que cierra la muralla que rodea al poblado, y parece continuar todavía más arriba, hasta alcanzar un segundo baluarte, El Castillejo. Por delante de la muralla, reforzada con torres de planta cuadrada, excavan un foso, de hasta 13 m de anchura y
3 de profundidad, que protege al poblado todo a su alrededor, excepto por el lado occidental, el más abrupto, por el que corre la Garganta Alardos.

El interior de este recinto amurallado, de unas 18 ha de superficie, se halla totalmente ocupado por las casas en las que vivieron los indígenas durante los siglos II y I a.C.
Son los mismos indígenas que lucharon contra los romanos cuando éstos se empeñaron en la conquista de la Península.

Las casas del nuevo poblado son grandes, de hasta 150 m2. Con muros de mampostería en los zócalos y tapial en las partes altas, presentan plantas cuadradas o rectangulares. Parecen alzarse por el poblado sin un plan urbanístico preconcebido, pero con calles a veces bien definidas. Algunas se alzan exentas, aunque lo más frecuente es que se hallen agrupadas, formando manzanas cerradas con muros medianeros, donde cada uno abre su puerta donde puede.

Las casas suelen tener diversas habitaciones, en cuya distribución se observan también algunas constantes. La cocina constituye siempre la estancia fundamental. En su centro se halla el hogar, de arcilla cocida, y al fondo el banco, en el que sabemos acostumbraban a sentarse los indígenas por orden de edad para realizar sus comidas. Alrededor de la cocina se dispone el zaguán, las despensas y los lugares de trabajo. Las cubiertas, de las que nada ha quedado, tuvieron que ser de elementos vegetales. Por delante de la fachada suele alzarse un porche, prolongación de la cubierta, con otro banco adosado en ocasiones, para trabajar y descansar al aire libre.

Los ajuares recogidos en el interior de estas casas presentan una gran homogeneidad. Entre las cerámicas hay que destacar las grandes vasijas de provisiones, cuyos fragmentos suelen cubrir el suelo de la cocina y de las despensas. Debieron hallarse sujetas a las paredes de las habitaciones, unas al lado de otras, cada una con su contenido específico. Y con las vasijas de provisiones, ollas, cuencos, cazuelas y otros recipientes de muy diverso tipo, todos realizados siempre a tomo, desaparecidos ya por completo los realizados a mano de la etapa anterior, lo que nos ha movido a hablar de una III Edad del Hierro en la Meseta.

Los objetos metálicos son sobre todo herramientas de hierro, hachas, piquetas, martillos, azadas, rejas de arado, para el trabajo de la tierra, de la piedra, de la madera, tijeras para el esquileo del ganado, peines para cardar la lana y un sin fin de útiles, clavos, clavijas, anillas, abrazaderas, imprescindibles en la vida de cualquier campesino.

Las armas son, por el contrario, muy escasas, haciéndonos pensar que debieron verse obligados los indígenas a entregarlas a los romanos. Se reducen a unos cuantos puñales de empuñadura biglobular y a algunas puntas de lanza.

El bronce sólo se emplea en los objetos que podemos considerar rituales o de adorno. El plomo para lastres, pesos y para reparar los grandes vasos de provisiones, proporcionando grapas, rellenando fisuras y supliendo incluso fragmentos perdidos.

De plata y oro se han hallado diversas joyas escondidas en el subsuelo de algunas casas. Son siempre muy escasas, pues los romanos obligaron a los indígenas a entregarlas. Las guerras, según sus principios, debían mantenerse a sí mismas.

Las gentes que vivieron en este poblado amurallado eran, como lo siguen siendo hoy los vecinos de El Raso, agricultores y ganaderos, de cabras y ovejas, de vacas y cerdos. La sierra les ofrecía para ello pastos abundantes a lo largo de todo el año, sin necesidad de trashumancia. Con simples traslados estacionales, que se han estado practicando hasta nuestros días. De sus ganados obtendrían no sólo carne, sino también leche, quesos, pieles, lana, cueros y grasas. Se ayudan en sus trabajos y desplazamientos, y en sus campañas guerreras, con caballos, en cuyo manejo eran muy diestros.

De una producción agrícola fundamentalmente cerealística nos habla la presencia en casi todas las casas de piedras de molino circulares, y de hoces de hierro en algunas.

Aprovecharían además los productos que la naturaleza ofrece espontáneamente, bellotas para preparar el pan, miel silvestre, caza, mayor y menor, pesca en los ríos inmediatos.

Conocieron también la vid, pues de ella hemos encontrado algunas semillas en las excavaciones. Y a la existencia de vino quizá se deba el recubrimiento de pez que observamos en las paredes de algunos vasos de provisiones.

Otros debieron ser herreros. Un pequeño horno hemos encontrado en una de las casas, con una perforación lateral en sus paredes, para ensartar seguramente una tobera.

Este recinto amurallado pudo contener, a juzgar por el número de las halladas en los espacios excavados, cerca de 500 casas, y estar habitado por unas 2.500 personas, entre las que no hemos detectado la existencia de clases sociales.

No sabemos dónde pudieron enterrarse las gentes de este poblado amurallado.
Sí conocemos, por el contrario, las tumbas del poblado anterior, que se destruyó por un incendio.

Son siempre tumbas de incineración en hoyo, cubiertas con cantos rodados o lajas de granito, con las cenizas y objetos personales depositados en una urna; a su alrededor, los vasos de ofrendas y, en su caso, las armas, decoradas a veces con hilos de plata o cobre embutidos en las estructuras de hierro. Son también frecuentes los objetos de bronce, sobre todo las fíbulas y los brazaletes. Y las cuentas de collar de pasta vítrea.

Las cerámicas son muy distintas de las que veíamos en el poblado. Realizadas en su mayor parte a mano, se presentan frecuentemente decoradas con motivos incisos a peine sobre superficies perfectamente bruñidas, en los que con frecuencia aparecen representaciones solares.

Gran interés tienen los productos de importación, copas griegas de barniz negro, ungüentarios de vidrio polícromo, bronces y joyas orientalizantes, pues evidencian las relaciones con los pueblos tartésicos del mediodía peninsular y, a través de ellos, con los del Mediterráneo Oriental.

Hemos de hacer mención por último de la existencia de un santuario al aire libre. Está consagrado al dios Vaelico, al que una serie de indígenas, en época romana, ofrecen y dedican, en latín, aras votivas en cumplimiento de votos personales, y cuyos nombres nos hacen pensar en la posibilidad de que este castro de El Raso pudiera ser la Ebora no identificada de que nos hablan los escritores romanos por esta zona de la Meseta.

Texto y dibujos: Fernando Fernández Gómez


Texto extraido del folleto editado por la Diputacion de Avila






GALERIA DE FOTOS
Fotos de Miguel Camacho
y Jose Guerrero






Carteles informativos para un mejor entendimiento del Castro


Panoramica del sur del poblado. Al fondo Madrigal de la Vera y Pantano de Rosarito


Panoramica del oeste del poblado. Paisaje de impresionante belleza